Viernes 13

lunes, 16 de julio de 2012

Sí, ya sé, hoy no es ni viernes, ni 13, pero seguidme la corriente, imaginaros que sí, por qué el viernes 13, fué un día tan intenso, que no pude contarlo y como las emociones yo me las cobro en forma de migraña, me he pasado el fin de semana postrada lánguida y dolorosamente.

No me dan miedo los días de superstición, cómo van a dármelo si mi medio pomelo nació en martes y 13 y vino de culo, muy en su estilo, por cierto, menos me va a dar miedo un día que nisiquiera pertenece a mi cultura, pero el viernes 13, oí a varias personas hacer comentarios en los que coincidían que debían ser cuidadosos no les fuese a pasar algo malo.

Nosotros por primera vez, pudimos ver a nuestro pequeño gremlin y oímos su corazón latiendo con furia.
Por primera vez, las semanas coincidían, el tamaño era el correcto, tenía pulso, estaba viv@.
Después de casi tres años, por primera vez un médico nos decía algo bueno; lo mejor que podíamos saber, que vive.

Yo me había preparado tan bien, esperaba tan poco de los médicos, que no supe qué hacer aparte de confundir su corazón con la vesícula vitelina y reír al borde de las lágrimas con la mano de mi chico apretándome fuerte.

Pero eso no era todo; al fin han encontrado qué es lo que me pasa, después de 8 meses y un montón de pruebas, la sangre les ha dado la razón.
Es curioso, la doctora me comunicaba el doble positivo con pesar, yo le respondí con alivio, que sólo se puede combatir lo que se conoce y que ahora ya sabemos qué pasa y que esa era la segunda mejor noticia que podían darme.
El remedio, que debe aún confirmar un último médico, no es agradable, especialmente para mi, pero como sé que todo este proceso tiene tanto de prueba vital, me lo tomo cómo lo que es, un reto de superación que afrontar.

Me gustan los viernes 13 que traen vida.

Cosas que no III

viernes, 6 de julio de 2012

Lo siento, pero no estoy vomitando como una loca, ya sé que cuando dices que te encuentras fatal es obligatorio que tu fatalez radique en vomitar 43 veces en un día, pero si tenemos en cuenta que desde que entré en la adolescencia hasta el día de hoy, he vomitado sin ayuda*, tres veces solamente, resulta evidente que no vomito.

Ya sé que soy rara y desde aquí pido disculpas públicas por no vomitar en este estado tan exclusivo del vómito, pero es que no entra en mis funciones básicas, aunque tal vez os tranquilice saber que lo que son náuseas tengo tantas que el cepillo de dientes se ha convertido en mi peor enemigo.
Si sirve de consuelo diré que por lo demás, me encuentro como el culo y que ya he empezado a elaborar mi lista de recriminaciones a la futura retoña por hacérmelas pasar tan putas; sin vómitos, eso sí.

*La ayuda consiste en meterte el puño dentro de la boca hasta la mitad del esófago unas 5 veces antes de porder vomitar un par de veces, y repetir esta maniobra tantas veces como necesites para vaciar del todo el estómago.
Si no es así, ni de coña.

Amor de madre

miércoles, 4 de julio de 2012

El otro día os contaba que mi abuelo lleva unas semanas en el hospital, bueno, lleva ya un mes y pico entre hospital y centro de recuperación.

En esas semanas ejercí de nieta ideal sin precedentes, más que nada por qué ya estábamos intentando engendrar un gremlincito y sabiéndome la mujer más fértil de mi pueblo, intuía yo ya que fijo estaba preñada y que en cuanto el test diese positivo, mi vida se iba a reducir a estar en el sofá y a llamar por teléfono.

Por eso precisamente, tarde sí y tarde también, me aparcaba largas horas en el hospital en compañía de mi abuelo, mi madre, la visita de turno y el personal hospitalario, que básicamente se reducía a tres personas.

Mi madre es de esas madres que te hace saber en todo momento y con todo lujo de detalles, lo lejos que estás de ser la hija perfecta que tanto soñaba y por ese motivo estuve años creyendo que a cualquiera que le hablase de mi, le explicaría la calamidad de hija que yo era.
Pero no, a mi podía mortificarme, pero a los demás les contaba que era muy guapa, muy lista, muy espabilada, muy trabajadora, muy guapa...descubrirlo fue un shock para mí, lo reconozco.

Además, mi madre es muy poco madre, que tiene de maternal, cariñosa y cuidadora, lo que yo de astronauta, así que era mi padre el que me mortificaba en público con la dichosa cancioncita de has visto que hija más guapa que tengo, que los padres acuñan en su lenguaje básico, tal como asomas la cabeza al mundo.

Pero el otro día, no sé si por la falta de sueño, el cansancio, el estrés o lo que fuese tras una semana viviendo en el hospital, mi madre enganchó por banda a una de las enfermeras del turno de tarde y cuando yo ya me despedía y trataba de irme a mi casa, va y le suelta a la enfermera con toda la pachorra del mundo:
-Lola, ¿tú conoces a mi hija?
Lola me mira y bueno, conocerme, conocerme, no me conoce, pero lleva unos pocos días viéndome.
-Uy, pues no, ¿es tu hija? os parecéis mucho.
Esto último es completamente falso, vamos, que yo sé que mi madre y yo no nos parecemos en nada en la cuestión física, a pesar de que la gente, cuándo no sabe qué decir, lo suelte a traición.
-Cuando la he visto, he pensado que era tu hija por qué es igual de alta que tú- insiste Lola.
Tampoco, mi madre y yo no somos igual de altas, le paso como 10 cm.
Y entonces mi madre, va y dice,
-¿Has visto que guapa que es?
Y cómo si eso no fuese bastante, va y remata,
-De pequeña me paraban por la calle para decirme que era preciosa.
Lo cierto es que yo no daba crédito a lo que oía, pero ¿en serio madre? ¿en serio esto es necesario? 
La Lola que se queda pensativa y me dice,
-Uy sí, claro que eres muy guapa.
Yo sonrío con cara de quiero irme de aquí ahora mismo y sale de mi boca un gracias estrangulado y ella insiste,
-Que sí, que eres muy guapa.
Y yo con la misma cara y el mismo gracias, y ella que no me ve muy convencida, arremete,
-Que sí muchacha, que eres muy guapa, que si no lo pensase, no lo diría.
Y yo buscando algún tipo de arma blanca para acabar con esa situación tan embarazosa y mirando a mi madre con cara de muy pocos amigos, cuando al fin llaman a Lola y se va cómo ha venido, rauda, veloz y muy sudada. 

Una vez solas, me quedo mirando a mi madre con odio filial y ella que me dice,
-¿Qué pasa?
y yo con  más odio filial,
-¿Que qué pasa? ¿tú te crees que se le hace pasar esto a una hija que está ya más cerca de los 40 que de los 30? ¿pero tú te crees que a estas alturas es normal que me hagas pasar por esto?
Y mi madre que me mira como si estuviese completamente loca, pero loca, loca, loca, y me responde,
-Uy, pero si aparentas muchos menos mujer.

Ah bueno, que descanso, entonces sólo me deben quedar unos 5 años o así para sufrir estas embosacadas...

Con uñas y dientes

domingo, 1 de julio de 2012

Hace unas semanas, mi abuelo se rompió el fémur en una caída, fué una de esas caídas en las que no saben si se rompió el hueso antes o después del golpe.
El resultado, como es de esperar en una persona de 96 años en un estado de salud no muy bueno, fué el ingreso inmediato y operarlo lo más rápidamente posible para evitar que el hueso roto sesgara alguna arteria.

Lo más rápidamente posible pese a lo grave del caso, fueron 6 días después, en sólo tres había eliminado la medicación que le impedía entrar en quirófano y se necesitaron 3 más para que le hicieran un hueco para llevar a cabo esa operación de tan alto riesgo que llevaban días repitiendo como loros, casi seguro, le iba a costar la vida.

A todo esto, mi abuelo no sabía lo que la operación entrañaba, por lo que más allá del dolor del hueso roto, estaba tranquilo, rodeado de su escasa familia que iba y venía todos los días.

Llegar a los 96 años en el estado de mi abuelo no es ningún premio, más allá de las dolencias habituales, azúcar, tensión, corazón, está el hecho de que no ve nada de un ojo debido a un glaucoma, no oye casi nada debido a una sordera que ganó trabajando, no puede casi andar y lo de tenerse en pie es complicado también.

Su gran ilusión siempre había sido llegar a los 100 años, pero desde hace muchos meses, repite sin cesar que esto no es vida, que más vale estar muerto, y nada más ingresarlo, le explicó a todo el que quisiera oirle, que preferiría morirse en la misma cama del hospital que vivir un día más así.

Mi chico, con su ánimo bromista habitual, le preguntaba el día antes de meterlo en quirófano si ya no quería llegar a los 100, a lo que mi abuelo respondía encongido de dolor, que no, que ya no quería.

Cuando mi madre nos llamó para confirmar que ese mismo día, por la tarde, entraba al fin a quirófano, nos dirigimos al hospital tan aprisa como pudimos, mi abuelo estaba contento, tantas atenciones, su hija, sus dos nietos y sus parejas, toda su familia allí presente, que le atendían en todo momento, y lo animaban, a pesar de que lo iban a meter en quirófano, algo que no le gusta nada, estaba feliz.

A las 4 de la tarde lo vinieron a buscar, lo acompañamos hasta la puerta del quirófano donde tuvimos que despedirnos y entonces, cuando el último de nosotros le había besado y le decía adiós con la mano, él se nos quedó mirando con la expresión muy seria, desconcertado y sobretodo, aterrado.
Abrió la boca para hablar, levantó una mano, pero no dijo nada.
Justo en ese momento, cuando nos vió retroceder delante de la línea amarilla, se dió cuenta de que estaba solo, que la lucha por su vida, una vez más, iba a librarla solo.
Fueron unos instantes indescriptiblemente angustiosos en los que no podíamos venirnos abajo a pesar de que nuestras entrañas se estrujaban y gritaban.
Sonreíamos con sonrisas llenas de lágrimas, aparentábamos ser fuertes y él no podía hacer otra cosa que creernos cuando le decíamos que nos veíamos en un rato.

De la hora y pico que debía durar la operación, pasamos casi 4 esperando, preguntando, entrando y saliendo.
Pero al fin, todo había acabado, todo había salido bien, nos mandaron a la habitación a esperarlo y a pesar de tener la puerta cerrada, en cuando salió del ascensor pudimos oír su voz grave y potente hablando con los muchachos que le llevaban en camilla.
Entró en la habitación tan eufórico que les preguntamos a los médicos si es que le habían dado alguna droga, estaba como no lo había vist en años, alegre, parlanchín, risueño, cariñoso...
Justo cuando mi chico se acercaba a la cama para saber como estaba, mi abuelo le decía que ahora sí se sentía preparado para llegar a los 100 años.
Y entonces entendí que no, que no lo habían drogado, no era eso, lo que pasaba es que a pesar de todo el dolor y cansancio, el ser humano se aferra a la vida con uñas y dientes y no hay nada tan poderoso como el verse a punto de morir para querer seguir luchando.

Por qué a pesar de todo, su deseo de estar vivo, seguía siendo fuerte.

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