No hablarás mal de los muertos

sábado, 13 de octubre de 2012

El 13 de agosto pasado, mi abuelo murió debido a una infección en la garganta que avanzó muy deprisa y en menos de una semana se debilitó tanto que no resistió a pesar de haber tenido un postoperatorio perfecto.
Como había perdido el 100% de la movilidad, se tuvo que quedar ingresado en una residencia ya que mi madre, viviendo sola, hacía tiempo que apenas podía con él, pero ahora ya era imposible.

Mi abuelo no comprendió esa decisión y la peleó con todas las fuerzas que le quedaban, mi madre pagó un alto precio por ella y sólo le quedó aguantar el chaparrón, la terrible frustración de un padre que volcaba contra ella toda su rabia y frustración, día tras día.
Debe ser terrible, levantarte un día de la cama, estar sentado en tu sillón preferido, dar un mal paso, caer y ya no volver nunca más a tu casa, a tu cama, a tu vida.
Mi abuelo, a pesar de sus 96 años, estaba completamente lúcido, aunque había desarrollado manías típicas de la edad que lo volvían irracional a ratos.

Le había dicho a todo el mundo en la residencia que iba a ser bisabuelo de nuevo, se alegró tanto que no hacía más que hablar de ello.
 La última vez que lo vi, yo estaba casi segura de que ya estaba embarazada aunque él no lo sabía.
Mi madre tuvo que irse a hacer unas gestiones y yo me quedé en el hospital con él, dándole la cena.
Lo hice fatal, le tiré la crema de zanahoria por encima varias veces, llenaba mucho o poco la cuchara, iba demasiado rápido...
De repente, me dijo que seguro que lo que yo más deseaba era darle de comer a uno pero pequeñito, a un hijo, a ese hijo que no lográbamos tener.
Me quedé con la cuchara suspendida, conmocionada.
Era la primera vez en mi vida que mi abuelo abordaba algo personal conmigo, era reservado hasta la médula y nunca supo comunicar sentimientos, afectos o aliento, por qué eso eran mariconadas.
Quiso saber como me sentía por ello y me comunicó su pesar por nuestra situación.
Desde que había ingresado esta última vez se le veía muy desinhibido con todo lo emocional, reclamaba mimos a todas horas, besos y caricias, te miraba a los ojos y te decía que te quería.

A mi me resultaba desgarrador ese grado de intimidad con aquel hombre  duro, que nos había educado en la dictadura de la disciplina más férrea imaginable, aquel hombre que todos tenían idealizado, que nos había acogido, vestido y alimentado, aquel padre más que abuelo, perfecto en el desconocimiento y la lejanía.
Yo siempre tuve una relación difícil con él, desde muy pequeña quedó patente que nuestra convivencia no iba a ser fácil y tal vez por eso, volcó todos sus esfuerzos sobre mi hermano con el que tenía una relación muy especial.

Cuando mi abuela murió, lo pasé muy mal, pero no sentí que quedaran cuentas que saldar, sin embargo, mi abuelo se va dejándome heridas abiertas que nisiquiera sabía que existían.
Quedo como la incorrecta política que se atreve a desmentir la versión oficial y dice que siente rabia contra el hombre perfecto.
Pero lo más curioso, es que en las largas horas de hospital, descubrí que mi madre, a pesar de ese amor incondicional que le profesó durante toda su vida, se encuentra igual que yo, cabreada contra esa versión oficial, con sus propias cuentas que saldar.
Por que la muerte, no es ni mucho menos el fin de las relaciones que tenemos con nuestros seres queridos y aunque sé que esas heridas sanarán muy pronto, también sé que tenemos derecho a hablar mal de los muertos.
Tenemos derecho a decir que no eran perfectos, y que a pesar de ello, los quisismos con toda nuestra alma.

2 comentarios:

mariajesusparadela dijo...

Eso es lo que nos hace buena gente. Y humanos: querer incondicionalmente, por encima de los defectos. Tal y como queremos que nos quieran. En lo bueno que tenemos (que es lo fácil de querer) y en lo malo (que es lo que nos hace odiosos).
No hay nadie perfecto. Ni los muertos. Y el que no entienda eso, no se conoce a si mismo.

Ender dijo...

María Jesús, no puedo estar más de acuerdo :)

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