Nada es gratis

lunes, 18 de febrero de 2013

En esta vida, todo tiene un coste.
Hay muchas clases de costes, pero al final, todas nuestras decisiones nos dan o nos quitan algo; o a alguien, o peor aún.
Se lo dan o se lo quitan a otro.
La manera en la que encaras la vida puede venir marcada por tus experiencias previas, o por tu actitud, o por tus capacidades y seguramente definirán la magnitud y el alcance del golpe, la huella que te deja, lo que aprendes o si sobrevives a ello.

Todos tenemos un mecanismo que nos mantiene a salvo, si tuviste que desarrollarlo a edad muy temprana y contra situaciones demasiado perturbadoras, seguramente será un mecanismo de exclusión bastante radical, de esos que se llaman corazas y son famosos por tenerte a salvo hasta que te tienen cautivo.
Yo tengo uno, es muy simple, enfilo por un camino estrecho hecho de tramos cortos, me extirpo la visión periférica y miro al frente sabiendo que mi camino empieza y acaba cada día que pasa.
No hay una META, sólo está el día a día, no hay paisaje, no hay distracciones.
No hay imprevistos.
Por qué si me salgo del camino, es muy simple, me voy a la mierda.

Sé que me he perdido un montón de cosas, sé que había otros trayectos, sé que me hubiese gustado hacerlo distinto.
Pero mi equipaje era tan pesado, tenía tanto miedo, me sentía tan sola, tan frágil, estaba tan asustada...

Existían tantas posibilidades, pero la que me tocó fué esta, este proceso agónico y desesperante cargado de dolor y de incertidumbre en el que he visto las peores caras de las personas que me rodean, en el que he sentido la soledad más completa, la incomprensión, la crítica feroz.

No me arrepiento de nada, he pagado mi precio, bien que lo sé, pero hasta lo que he perdido es mío por derecho propio, todo es mío, la soledad, la rabia, la culpa, pero es mía la fuerza, la perseverancia, la esperanza y sobretodo, es mío el amor, ese farolillo a veces tan lejano y borroso que alumbró los tramos más tenebrosos de este camino.
Y la recompensa también es mía.
No tengo miedo a parirte, no tengo prisa por tenerte entre mis brazos, no me asusta no entender tus llantos, se me acabó el miedo entre los pasillos de hospitales, las interminables pruebas y la estupidez del ser humano.
Estoy tan cansada que ya sólo me queda ilusión y ganas.
Estoy tan magullada que me entrego, ya no pretendo tener el control de nada, sólo estoy aquí esperándote, preparada.

El universo dentro de mi

viernes, 8 de febrero de 2013

Esta semana me han realizado la ecografía número vaya usted a saber, por qué llevo ya tantas que he perdido la cuenta.
No sé cómo serán las demás ecografías, pero cómo mi Gremlin va con retraso en el peso, la mía es la doppler, que viene a ser un control exhaustivo de una serie de arterias principales del bebé, la placenta y el útero, para ver que el riego es bueno y que su crecimiento no se ve comprometido, ya que estas últimas palabras son el Coco en mi embarazo, lo que marcaría su final acelerado, vamos, el parto aquí y ahora.

Ya sé que las ecos suelen ser momentos muy emotivos y especiales para los padres, pero es que nosotros llevamos una cada 15 días o más desde la semana 20, amén de unas cuantas más que nos hicieron antes y no es que no sea bonito de ver, es que son pruebas diagnósticas en las que no nos enseñan nada, por qué van a lo que van, con lo cual, aparte de la pasada fulgurante que te hacen en los dos primeros minutos del palo, cabeza, tronco, pies, poca cosa identificable más ves.
O dicho de otro modo, que las ecografías no nos dejan extasiados de amor y felicidad.

El martes me tocó una doctora que no conocía, especialmente bruta en cuanto a fuerza apretativa se refiere, pero buena comunicadora.
Cuando ya había mirado el peso, los flujos y las mil cosas más que miran, volvió a la zona de la cabeza e hizo una cosa que no habíamos visto nunca.
Lo habitual es que aparte de ver su estructura ósea, activen un contraste en el que se ven colores, parecidos a las mediciones de infrarojos de calor de un cuerpo humano, para que os hagáis una idea, se ven unos conductos de colores rojo, verde, amarillo y así, queda todo mapeado de colores chillones y con eso hacen sus cálculos.
Pero el martes, la muchacha apuntó a su cabeza, enorme, absoluta, un cráneo que abarcaba toda la pantalla en total oscuridad y esperó en silencio.
De repente, minúsculos destellos naranjas intensos empezaron a brillar cómo puntos de luz en diferentes sitios de la cabeza, primero eran sólo eso, puntos, pero luego fueron creciendo a un ritmo lento pero constante y pasaron a ser pequeñas llamas para finalmente estallar e invadir sinuosamente todo el cráneo marcando misteriosos ríos de lava.
Y así, una y otra vez, apuntaba a la cabeza en total oscuridad y al cabo de unos segundos, se iluminaba lánguidamente de nuevo el mapa del cerebro de mi pequeña hija aún en mi vientre.

Sé que lo políticamente correcto es decir que lo más bonito que he visto a través de un ecógrafo es el latido por primera vez de mi retoña, pero sería mentir.
He visto ya muchas cosas a través del ecógrafo, algunas me han dejado indiferente, otras me han divertido, algunas me han ilusionado.
Pero ésta, ésta me conmovió hasta un punto que me resulta complicado de expresar en palabras.
Sé que estaba en una habitación de hospital, sé que había ruído, sé que estaba en la dimensión terrestre, por así decirlo, pero cuando vi aquel espéctaculo, el sonido del mundo a mi alrededor quedó completamente aislado, en el silencio más absoluto, encapsulado en mi propia respiración apresurada y emocionada, por qué de repente me sentí asomada al universo, mirando más allá de las estrellas más lejanas, viendo un espectáculo extraño y prodigioso que por su absoluta belleza sólo se podía estar dando en lo más recóndito del cosmos por qué aquellos estallidos solares en medio de la más absoluta oscuridad, eran perfectos, eran poderosos, eran hermosos, pero sobretodo, eran sobrecogedores.
Tanto, que me sentí contemplando una de las muchas caras de Dios.

Esas imágenes que se repitieron durante algunos minutos, han sido para mi una de las cosas más bellas e impresionantes que he visto desde que estoy embarazada, han ido sedimentando en lo más profundo de mi alma y me dan paz y sosiego cuando las recuerdo.
Sé que es absurdo, o extraño, pero recordar lo que sentí en ese momento me produce no sólo una calma absoluta, sino que me hace sentir cómo si durante unos minutos hubiese estado conectada a algo infinitamente más grande que yo, a algo que lo une todo, no sólo las personas, sino absolutamente todo por enorme o pequeño que eso sea.
Y hoy sé, que todos y todo, tenemos nuestro sitio en este Cosmos perfectamente desordenado y que lo mismo da un pequeño bebé en el vientre de su madre, que una tormenta solar, por qué en el fondo, todo está formado de la misma materia.

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