Canciones invisibles

viernes, 6 de febrero de 2009

Hace algunos meses, iba en el metro, era un fin de semana y lo cierto es que el vagón iba cómo debería ir siempre, no demasiado lleno.

Al menos en el metro de mi ciudad, la mendicidad es muy frecuente, hay etapas en las que más y hay etapas que menos, pero invariablemente, cuando alguien sube a pedir, la gente suele mirar hacia otra parte, esperando que termine pronto y en los casos de que la visita va a compañada de música, deseando que ésta no sea un tormento de los a que nos tienen acostumbrados, mezclas maravillosas de violines desafinados y acordeones desvencijados, que unidos, tocando más o menos a la par, emiten sonidos difíciles de olvidar; son momentos en los que uno agradece llevar un mp4 y poderlo subir a toda castaña.

La operación se gesta, más o menos, de la misma manera siempre, se suben, sueltan el discurso y pasan la gorra/bote/mano/recipientes varios.

He visto muchos, así que sé cuan estandar es la operación y siempre, hay un discurso al principio, dónde se explica o justifica, por qué esa persona está ahí, a merced de la buena voluntad de los hastiados viajeros, a los que habitualmente, no les importa en absoluto, ni por qué están allí, ni nada que tenga que ver con ellos.

Ese día, todo fue muy diferente.

Se abrieron las puertas en la parada de España, el metro iba bastante vacío, había silencio, entró una chica menuda, envuelta en un pañuelo enorme que le cubría la cabeza, falda larga, pinta de rumana, no muy limpia...en silencio, se posicionó en un extremo del vagón, se agarró a una barra para no perder el equilibrio y sin levantar la mirada del suelo empezó a cantar.

Recuerdo cómo algunas cabezas se levantaron de repente, no muchas, y mis ojos clavados en ella, en su pañuelo floreado, demasiado grande, demasiado calado y su voz atravesando el vagón de lado a lado, una voz brusca, tosca, por pulir, pero potente, antigua, profunda, ancestral.

Estoy segura que cantaba una canción folclórica de su país, sin más acompañamiento que el traqueteo de los vagones y los pensamientos mudos de los viajeros.

Cuando la escuchaba, pensé que tal vez no era rumana, la canción, la manera de cantar, era exactamente igual que la de
Márta Sebestyén que es húngara y no rumana.

Si coges una de las canciones de Marta, le quitas técnica, acústica, te la imaginas sucia, perdida, vagabundeando, puedes saber exactamente de qué estoy hablando.

Esa comparación me hizo pensar en eso que llamamos, ironías de la vida.
Yo no tengo formación para asegurar quién es un buen cantante, lo sé, pero también sé, que hay gente ganándose la vida cantando, que no tienen ni la calidad, ni la honestidad de esa voz.

Por qué hay personas a las que la gente idolatra y personas a las que la gente trata cómo si fuera invisible?

Es una pregunta que daría para hablar largo y tendido, pero una pregunta que surge con especial intensidad en un momento cómo ese, en el que te encuetras a una muchacha mendigando, con una voz cómo esa y piensas qué absurdo y sobretodo, que fortuito es todo.

Allí estaba ella, cantando y cantando, con esa voz que rozaba lo incómodo, que ponía la piel de gallina, tal vez ella no lo sabía, pero en otro momento, en otro lugar, podría haber sido famosa, cómo su homónima.

Sé que apenas nadie se fijó en ella, sé que muy poca gente conoce a Márta Sebestyén, pero sé que vive de su arte, sé que en algún momento, alguien la tuvo que ayudar, que guiar.

La mezcla de sensaciones, de repente, se me hizo insoportable, esa tonadilla triste y desgarrada, que se repetía una y otra vez, sus ojos clavados en el suelo, la gente indiferente a lo que yo percibía cómo un momento único, esa emoción a flor de piel, esa franqueza en la voz, esa ventana que se abría a unos sentimientos delicados y todo ello, en el lugar menos pensado, a cambio de nada..., bueno sí, a cambio de unas monedas para comer o para dormir...

La emoción se abría paso a través de mi pecho, oprimiendo mi garganta, al borde del llanto, sin embargo no era un llanto emocionado, suave y liviano, sino un llanto conmovido, borboteante y desgarrado, cómo las notas de esa canción que habían removido violentamente mi interior en el momento menos deseado, sorprendida sin la menor intimidad, mi piel erizada dolorosamente, las lágrimas palpitanto, quemándome los párpados.

Cuando la canción terminó, tan abruptamente cómo había empezado, la muchacha, fue recorriendo el vagón, en busca de algunas monedas, que llegaron en muy escasas ocasiones, siempre con la cabeza gacha, seguramente sin tener ni idea del preciado don que poseía, de la extraña capacidad natural, para conmover desde lo más profundo, con su sencilla y poderosa canción.

Llegó a la última puerta y desapareció tan silenciosamente cómo había llegado.

Nunca más la he vuelto a encontrar.

Existe una maravillosa canción de Richard Stoltzman, acompañado por Judie Collins, que trata un tema parecido; la canción está narrada por ella, una cantante de fama, que andando por la calle escucha una bonita canción interpretada por alguien que toca un clarinete en la calle.

La gente pasa de largo, lo ignora, por qué saben que nunca lo verán en la tele, pero ella se para conmovida por la belleza de la canción, que es gratis, y nos dice que ella toca para los amigos o por dinero., no cómo ese músico anónimo y etéreo.

Os dejo una muestra de ambas.

A la chica del metro; la tendréis que imaginar a través de mis palabras.




4 comentarios:

diego dijo...

Hoy el marketing lo invade todo, si no eres guapo y no tienes padrino lo llevas claro en el mundo del arte ¿Cuántas Mártas Sebestyén habrá cantando por los vagones del mundo? ¿Cuántos Miguel Hernández o Van Gogh habrá escribiendo o pintando en lugares desconocidos?

La diferencia es que los pintores y escritores hoy desconocidos quizás dejen de serlo cuando mueran, sus obras permanecen en alguna parte, pero el recuerdo de las cantantes anónimas de metro como tu rumana termina cuando se bajan del vagón. Sólo permanece en lo oídos sensibles que tuvieron la suerte de escucharlas una sola vez.

Marc dijo...

jeje... a mí también me ha pasado estar en el metro de Barcelona o en el tren de la Renfe y subirse una mujer y cantar desde todo su corazón, con su emoción y su alma, y la mayoría de la gente se queda igual ante un espectáculo como ése, lleno de fuerza, de valor y de honestidad. A veces me cago en la gente y en su frialdad o su cobardía por expresar esa humanidad que todos llevamos dentro.
Gracias por tu anécdota y por tus canciones :-)

ZOLDAR dijo...

Qué historia más bonita. Aquí en Murcia no tenemos metro, pero sí mendigos, pero te los encuentras por la calle, haciendo malabares, tocando sus instrumentos o simplemente haciendo lo posible y lo imposible por unas pocas monedas de los transeuntes.

Por cierto, qué canciones más bonitas. Qué buen gusto musical tienes... :P

Ender dijo...

Cuanta razón tienes Diego, marketing y caras bonitas.

Precisamente por eso es más impactante cuando encuentras casos cómo estos.

Marc la gente está agilipollada, o insensibilizada, no sé dónde empieza la una y termina la otra, pero a veces entran ganas de despertarlos a sacudidas ;)

Jo Zoldar, si no tenéis metro no sabes lo que te pierdes, es increíble lo que uno puede ver/observar/descubrir en el metro, es cómo un laboratorio de experimentación sociológica :D

Me alegro de que hayáis dejado vuestros comentarios y de que os guste la música que os dejo, hacía tiempo que no estaba tan musiquera...

Saludetes

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